Repulsiones
Escrito por Leopoldo Tablante   
Miércoles, 21 de Octubre de 2009 06:06

altLa detención de Román Polanski por cargos de violación contra Samantha Geimer contiene los ingredientes de un episodio de perversión hollywoodense: abundancia, desencanto y cinismo. De Roman Polanski se sabe que su madre murió en un campo de concentración, que él mismo fue perseguido por los nazis cuando era apenas un niño y que su esposa encinta, la modelo Sharon Tate, fue asesinada a puñaladas por los discípulos de Charles Manson.

Su veleidad de 1977 en la mansión de su amigo Jack Nicholson ­Geimer de apenas 13 años­ puede ser vista como un episodio más dentro de una vida sórdida.

Si en Estados Unidos la balanza tiende hacia la condena de un crimen de pedofilia, en Francia, país en el que Polanski reside desde 1978, la balanza tiende hacia de la reprobación del puritanismo gringo.

En Estados Unidos, periodistas como Joe Mathews, colaborador de Los Ángeles Times, se han sometido al escarnio público por atreverse a escribir que este crimen sexual es una cortina de humo para distraer a la ciudadanía de asuntos más urgentes: por ejemplo, la crisis financiera de California, que perjudica en particular al sector educativo, que atenta contra los programas de rescate social del estado así como contra la manutención de los prisioneros de edad avanzada, el propio Polanski. Ante este punto de vista pragmático, los lectores reaccionan con indignación: "¡¿Qué tal si hubiera sido tu hija a quien hubieran emborrachado, drogado y sodomizado?!".

Ciertamente, el caso Polanski ofende la sensibilidad moral de cualquiera. Son pocos los que contienen su asco y piensan que se trata de una noticia con 32 años de añejamiento, que involucra intrigas políticas e, incluso, fluctuaciones emocionales.

Después de todo, ¿no ha dicho la propia Geimer, hoy madre de 3 hijos, que quiere dejar el asunto de ese tamaño porque, a pesar del daño, ella ya ha aprendido a vivir con el recuerdo? La declaración, que no es sentencia judicial y suena más bien a mecanismo de defensa contra un acoso mediático inminente, permite al menos considerar que las emociones no son estáticas. Ése es uno de los fenómenos que los franceses entenderían a través de una palabra de uso común: relativización.

Y puesto que todo puede (y debe) relativizarse, las autoridades intelectuales y políticas francesas, en vez de actuar con discreción, se dieron a la tarea de banalizar el caso Polanski en su típica demagogia librepensadora y protectora de las artes y las letras: "El episodio puede tener consecuencias desastrosas para la libertad de pensamiento en el mundo" (Bernard Henri-Lévy). "Este asunto es francamente un poco siniestro. Un hombre con semejante talento, reconocido en el mundo entero y especialmente en el país donde fue detenido... Esto no es bueno para nada" (Bernard Kouchner, ministro de Relaciones Exteriores). "...Esto causa horror. Hay una América generosa que nos gusta y otra que nos infunde temor. Es ésa la que ha mostrado su rostro" (Frédéric Mitterrand, ministro de Cultura).

Mientras que en Estados Unidos los medios de comunicación le han sacado el jugo a una noticia que se declina en todos los registros del sensacionalismo periodístico y que, en líneas generales, es recibida con máximo estupor, en Francia una sensibilidad como la de Polanski, con el don de estilizar sus peores demonios, debe ser protegida como patrimonio viviente de la humanidad.

Después de todo, ¿no disparaba Rimbaud contra hombres de piel oscura en Abisinia o no fue Louis Ferdinand Céline un xenófobo abiertamente antisemita? Las desviaciones que en Estados Unidos se reducen a una sobresaturación de mensajes que desatan emociones categóricas, en Francia son las asiladas de una presunta comprensión de los retorcimientos del alma humana.

Maniqueísmo de seres básicos o cháchara de una sociedad sobrevaluada y condescendiente, lo cierto es que desde esta acera el caso del cineasta Roman Polanski ­apellido que coincide con uno de los grandes cineastas de los últimos cincuenta años­ apenas se ve como el delito cometido por tantos otros hombres anónimos que se inflaman desde las gónadas con el objeto de su deseo.


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