De las verdades procesales
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 21 de Septiembre de 2015 00:38

De las verdades procesales
Luis Barragán
“Se comprende que todas estas circunstancias
determinen una baja autocrítica, una actitud
refractaria a consideraciones éticas y un menguado
civismo por parte del simulador, quien reputará
que lo que hace es la cosa más normal y corriente que
haría cualquier individuo inteligente”
Luis Muñoz Sabaté (*)
La verdad procesal por excelencia, es la que se construye en los estrados judiciales. Advierte el bachiller Perogrullo que el sentenciador solamente considerará lo que hay en el expediente, pues, para ello hay un procedimiento, recursos y ocasiones para fijarla así riña a la postre con la verdad-real que no tuvo la adecuada cabida.
Existen otras verdades procesales, como la médica que está confiada en la versión y comprobación de las dolencias que tenga el paciente, constando en el respectivo informe;  la militar, partiendo de los hechos consignados en el libro diario o el cuaderno de bitácora; agregaríamos – en el ámbito espiritual -  la del acto de confesión que, siendo predominantemente oral, ha de cumplir con ciertos requisitos para consumar el sacramento.  Es decir, cumplidas las formalidades,  se alcanza la debida certeza y validez con las muchas o pocas diligencias que acarrean, pues, de lo contrario, estaríamos frente a una simulación.
La política misma ha de contar con sus verdades procesales, fijadas por el debate democrático que le concede la necesarísima legitimidad, a través de las instancias que la realizan: opinión pública, parlamentos,  gremios, ayuntamientos, partidos, sindicatos, condominios, etc.  Debe satisfacer las mínimas exigencias de orden, claridad, profundidad, respeto, pluralidad, oportunidad, donde el duelo entre el realismo y la ensoñación nos lleva al más importante: entre las razones y las percepciones para concretar una iniciativa, sostener o innovar matrices, reiterar o rectificar un empeño.
Nada de ornamentales tienen las formalidades parlamentarias, porque ha de fijar pulcra, transparente e inequívocamente las posturas de la representación popular. Digamos, cada decisor y – colegiadamente - los decisores que deliberan, legislan, controlan, presupuestan, autorizan o nombran,  deben cumplir con los pasos reglamentados para que no quede la menor duda de las voluntades expuestas, así las sesiones transcurran y culminen con tedio, repitiendo fórmulas y solemnidades que así lo justifican: los viejos Diarios de Debate del Congreso de la República hablan de un celoso procedimiento que el conato político no obstaculizaba o, en todo caso, superior al de la Asamblea Nacional que no edita siquiera sus Diarios desde principios de la década pasada, contenta con la interesada versión de sus reportes de prensa.
Sentimos que la verdad procesal ya es frecuentemente ajena a los partidos, gracias a una habitual informalidad en la toma de decisiones, ventajosa para quienes, precisamente, no se les ha concedido el debido voto de confianza. Sostenemos la idea de los partidos que tuvieron mayor duración, arraigo y crédito, fueron aquellos  de posiciones surgidas al calor de una ordenada discusión de sus direcciones: la calificación de los miembros, constatación del quórum, consideración del acta anterior, ordenación por materias, reconocimiento de la contra-réplica, votación, levantamiento de sanciones, existencia y transmisión de los lineamientos, auspiciando una básica institucionalidad.
Valga la doble hipótesis, el sostenimiento de tales formalidades se debió al predominio o influencia de los muchos abogados o aspirantes a serlo que concursaron en los nacientes partidos civiles, al igual que la misma producción y ordenamiento del debate, como la realización de mítines callejeros,  entrenaron  a los dirigentes para el posterior escenario parlamentario o edilicio. Al respecto, sin que nos hagamos acreedores de  virtudes, hemos indagado un poco  y, por lo general, los peores oradores de la actual Asamblea Nacional tienen como antecedentes a partidos muy regimentados o  informales, verticalistas o difusos, aceptados – a los sumo – como fenómenos mediáticos.
Cuando no hay verdades procesales, si las simula simulando la verdad-real.  Normalizado, no existe control de las partes para definirla, rifándose por la más conveniente, sin  importar las inconsistencias de un simple oportunismo.
(*) “La prueba de la simulación”. Editorial Temis, Bogotá, 1980: 153
@LuisBarraganJ

altSentimos que la verdad procesal ya es frecuentemente ajena a los partidos, gracias a una habitual informalidad en la toma de decisiones

“Se comprende que todas estas circunstancias determinen una baja autocrítica, una actitud

refractaria a consideraciones éticas y un menguado civismo por parte del simulador, quien reputará

que lo que hace es la cosa más normal y corriente que haría cualquier individuo inteligente”

Luis Muñoz Sabaté (*)

La verdad procesal por excelencia, es la que se construye en los estrados judiciales. Advierte el bachiller Perogrullo que el sentenciador solamente considerará lo que hay en el expediente, pues, para ello hay un procedimiento, recursos y ocasiones para fijarla así riña a la postre con la verdad-real que no tuvo la adecuada cabida.

Existen otras verdades procesales, como la médica que está confiada en la versión y comprobación de las dolencias que tenga el paciente, constando en el respectivo informe;  la militar, partiendo de los hechos consignados en el libro diario o el cuaderno de bitácora; agregaríamos – en el ámbito espiritual -  la del acto de confesión que, siendo predominantemente oral, ha de cumplir con ciertos requisitos para consumar el sacramento.  Es decir, cumplidas las formalidades,  se alcanza la debida certeza y validez con las muchas o pocas diligencias que acarrean, pues, de lo contrario, estaríamos frente a una simulación.

La política misma ha de contar con sus verdades procesales, fijadas por el debate democrático que le concede la necesarísima legitimidad, a través de las instancias que la realizan: opinión pública, parlamentos,  gremios, ayuntamientos, partidos, sindicatos, condominios, etc.  Debe satisfacer las mínimas exigencias de orden, claridad, profundidad, respeto, pluralidad, oportunidad, donde el duelo entre el realismo y la ensoñación nos lleva al más importante: entre las razones y las percepciones para concretar una iniciativa, sostener o innovar matrices, reiterar o rectificar un empeño.

Nada de ornamentales tienen las formalidades parlamentarias, porque ha de fijar pulcra, transparente e inequívocamente las posturas de la representación popular. Digamos, cada decisor y – colegiadamente - los decisores que deliberan, legislan, controlan, presupuestan, autorizan o nombran,  deben cumplir con los pasos reglamentados para que no quede la menor duda de las voluntades expuestas, así las sesiones transcurran y culminen con tedio, repitiendo fórmulas y solemnidades que así lo justifican: los viejos Diarios de Debate del Congreso de la República hablan de un celoso procedimiento que el conato político no obstaculizaba o, en todo caso, superior al de la Asamblea Nacional que no edita siquiera sus Diarios desde principios de la década pasada, contenta con la interesada versión de sus reportes de prensa.

Sentimos que la verdad procesal ya es frecuentemente ajena a los partidos, gracias a una habitual informalidad en la toma de decisiones, ventajosa para quienes, precisamente, no se les ha concedido el debido voto de confianza. Sostenemos la idea de los partidos que tuvieron mayor duración, arraigo y crédito, fueron aquellos  de posiciones surgidas al calor de una ordenada discusión de sus direcciones: la calificación de los miembros, constatación del quórum, consideración del acta anterior, ordenación por materias, reconocimiento de la contra-réplica, votación, levantamiento de sanciones, existencia y transmisión de los lineamientos, auspiciando una básica institucionalidad.

Valga la doble hipótesis, el sostenimiento de tales formalidades se debió al predominio o influencia de los muchos abogados o aspirantes a serlo que concursaron en los nacientes partidos civiles, al igual que la misma producción y ordenamiento del debate, como la realización de mítines callejeros,  entrenaron  a los dirigentes para el posterior escenario parlamentario o edilicio. Al respecto, sin que nos hagamos acreedores de  virtudes, hemos indagado un poco  y, por lo general, los peores oradores de la actual Asamblea Nacional tienen como antecedentes a partidos muy regimentados o  informales, verticalistas o difusos, aceptados – a los sumo – como fenómenos mediáticos.

Cuando no hay verdades procesales, si las simula simulando la verdad-real.  Normalizado, no existe control de las partes para definirla, rifándose por la más conveniente, sin  importar las inconsistencias de un simple oportunismo.

(*) “La prueba de la simulación”. Editorial Temis, Bogotá, 1980: 153


 


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