El Nobel va al barrio
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Sábado, 15 de Octubre de 2016 07:54

altYa estamos viejos. Entonces era un niño y vivía en un barrio popular de la capital de un país pobre y austero, semi rural, de calles empedradas, callejones de tierra y establos y carbonerías a la vuelta de la esquina,

de tranvías con señores de bigotes, sombrero y bastón, cuando fuimos conmovidos por una noticia que apenas cabía en nuestra pequeña capacidad de comprensión: unos señores suecos le acababan de conceder el más importante de todos los premios imaginables del mundo entero, el Nobel de Literatura, a una maestra de escuela nortina, de traje sastre y zapatones, siempre triste y retraída, llamada Gabriela Mistral. En realidad su nombre real correspondía verdaderamente a su verdadera imagen: Lucila Godoy Alcayaga. Pero era una época en que los nombres verdaderos conspiraban contra las ambiciones literarias.

Un Nobel de Literatura para Chile sonaba a desmesura. Estábamos en el confín del planeta, donde los mares se encontraban y rugían, acorralados contra una mole gigantesca que nos reducía a nuestra verdadera estatura.  Si bien algunos años después otro Nobel de literatura volvería a sacudirnos las entrañas. Éramos pequeños, pero tristes y talentosos. Si el primero fue rodeado de misterio, una sorpresa aldeana, de provincias, como la misteriosa señora que lo obtuviera, éste otro fue un sacudón telúrico, como la poesía que brotaba a raudales, torrencial, de una de las imaginaciones más prodigiosas que haya nacido en nuestro idioma: Pablo Neruda. Que tampoco nació Pablo ni Neruda, sino Neftalí Reyes Basoalto.  Un Nobel desafiante, polémico, sísmico que venía a respaldar indirectamente a un gobierno asediado por el odio del gobierno republicano de los Estados Unidos y el capitalismo mundial. Neruda era un disciplinado militante del Partido Comunista Chileno, fue embajador del gobierno socialista de Salvador Allende en Paris y mucho antes que fuera candidato al Nobel era considerado el poeta vivo más importante de la lengua española desde el Siglo de Oro. Su nombre no desmerecía junto a los de Góngora y Quevedo. Era, junto al otro Pablo, genio descomunal del Siglo XX, Picasso, la gran figura artística del comunismo mundial. Un Nobel valía su peso en oro.

Más allá o más acá de las polémicas, el Nobel de literatura poseía un prestigio indiscutido. Bien considerado, quienes lo recibieran en América Latina, a pesar del monstruoso olvido de Jorge Luis Borges, una de las cumbres de nuestras letras, sus titulares no carecían de merecimientos: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias y Mario Vargas Llosa. Duele que la estúpida mezquindad filo castrista del encargado del área latinoamericana del Nobel se lo haya negado a Jorge Luis Borges por razones estrictamente políticas. Más allá de sus polémicas, atrabiliarias y extravagantes ocurrencias, a las que su genialidad tenía perfecto derecho, finalmente Borges, el conservador, ha terminado teniendo muchísima más razón de la que tuvieran jamás Neruda o García Márquez. No tuvo que arrepentirse de su pasado comunista, como Vargas Llosa. Ni se ensució la dignidad lamiéndole el piso a Stalin o a Fidel Castro. Su obra diamantina refulge con una pureza extraña, rara, casi tan deslumbrante como el sol platónico. Pero por lo visto se quedó para siempre varado del otro lado de esta orilla, en un mundo ya definitivamente perdido en el que un Nobel era un Nobel. Y no otro arbitrio especular en este mundo virtual de espejos e ilusiones ópticas.

Lo evidente es que aquellos tiempos anhelantes, esperando por el juicio final de la Academia Sueca en asuntos de literatura, un mundo bipolar, de buenos y malos, de demócratas y totalitarios, de cristianos y anticristianos, pasaron a la historia. El mundo es otro. Una melcocha, la culminación del Cambalache. Envejecimos. Y si los trastabillones del Nobel mostraban su hilacha, como dicen los chilenos,  o el bojote, como decimos los venezolanos, en el ámbito propiamente político, el de la caprichosa concesión del Nobel de la Paz, en los rubros científicos o propiamente literarios no cabían veleidades como las que pueden entorpecer el juicio en otros ámbitos valorativos. Tan importante llegó a ser el Nobel de literatura, que se creó una clase especial de genios literarios que lo condenaron a un segundo nivel por haberles sido negado el reconocimiento: Joseph Conrad, Marguerite Yourcenar y el propio Jorge Luis Borges.

De modo que la decisión de invadir otros ámbitos literarios, como la composición musical, un subgénero popular de la poesía menor, resulta difícilmente justificable. Siempre me pregunté por el notable valor literario de grandes compositores de nuestra universo cultural, como Chico Buarque, Vinicius de Moraes, Violeta Parra, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Incluso por la valía estrictamente literaria de las composiciones de John Lennon o Paul McCarthy. Desde luego Leonard Cohen y Bob Dylan.

Pero de alli a invadir con falsos oropeles ese ámbito que nos era propio es más una intrusión que un privilegio.

Para mi Bob Dylan será hasta mi muerte sólo el judío newyorquino aterido, fotografiado  en una avenida de Manhattan con una guitarra al hombro, que en tiempos de búsquedas y angustias desesperadas se puso al frente del rechazo y nos regaló Blowin’ in the wind.


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