La derrota de la libertad
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Lunes, 28 de Septiembre de 2009 14:24

altLuchar contra el temor sigue siendo hoy una consigna válida. Pero hay que ir más allá de la inspiración y encontrar el camino que de lejos señalaba Juan Pablo II cuando aconsejaba avanzar sin miedos. Impera la turbación cuando  dejamos de apreciar que la lucha tiene sentido.



“Un jefe es un vendedor de esperanzas”
Napoleón Bonaparte


Querido amigo.  Cuando  Franklin Delano Roosevelt asumió por primera vez la presidencia de su país, no había ninguna razón para el optimismo. 4.285 bancos habían quebrado en tres años. Se había perdido el 68% del valor de las exportaciones, y la producción industrial se había desplomado en un 38%. Las consecuencias sociales de esta hecatombe eran muy dolorosas y sin duda el abatimiento y la pérdida de sentido eran los signos más conspicuos de su tiempo. El 4 de febrero de 1933 tomó posesión de la presidencia y se dirigió al país a través de la radio. Él sabía mejor que nadie que el telón de fondo de su discurso inaugural no era el más auspicioso. Una nube negra oscurecía el horizonte de América y un taco de ansiedad atoraba las gargantas de sus conciudadanos. La Gran Depresión se mostraba como un enemigo tan imbatible como escurridizo. El adversario era una situación compleja, una especie de derretimiento global de las expectativas, cuya peor característica era precisamente el ser inaprehensible, el no ser ubicua, justamente porque estaba escondida en el alma del país. Y el reto lo estaba planteando un hombre que para el momento llevaba doce años paralizado de la cintura para abajo. A un paralítico le fue confiada la oportunidad de conducir a su pueblo hacia tierras de mayor promisión. Cuatro mandatos después él murió, en la epifanía del final de la II Guerra Mundial, cuando era irreversible la victoria de los aliados. Había vencido al temor contra el que había luchado toda su vida. Ese “temor desconocido, irrazonable, injustificado, que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en avance”.

Luchar contra el temor sigue siendo hoy una consigna válida. Pero hay que ir más allá de la inspiración y encontrar el camino que de lejos señalaba Juan Pablo II cuando aconsejaba avanzar sin miedos. Impera la turbación cuando  dejamos de apreciar que la lucha tiene sentido. Otro estadista de la época de Roosevelt tiene un cuento estremecedor en el que delinea lo que puede significar el descalabro definitivo de las esperanzas. El relato se llama “Hombre al agua” y lo escribió en su juventud. Churchill describió sucintamente el terror de un hombre abandonado a su suerte, viendo alejarse al barco del que ha caído, sin ninguna esperanza de ser rescatado. Desesperado y habiendo perdido todas sus fuerzas en el chapoteo inútil, pedía a Dios que lo dejase morir, mientras una aleta se le acercaba lentamente. Roosevelt no quiso que ese fuera el desenlace.

Nosotros tampoco deberíamos querer. De allí que reencontrarnos con el sentido de nuestra vida en este tiempo viene a ser un imperativo que no podemos eludir. Fundamento, Unidad y Finalidad son los pilares que tenemos que construir aquí y ahora, y que bien pudieran ser presentados como tres enigmas que debemos resolver juntos. ¿Cuál es el principio básico en el que se tiene que apoyar el proyecto colectivo que nos corresponde construir? ¿Cuál es la imagen del mundo que debemos compartir? ¿y para qué?. Lo que te pido es que vuelvas a repetir las respuestas que cientos de veces nos ha congregado. Libertad, Prosperidad y Justicia son las razones para la felicidad social.

Napoleón tenía razón. Solamente se lucha hasta la muerte si tiene sentido el ganarse el trofeo de una vida más digna. Su genio militar nos recuerda cuan útil es concentrar todas las fuerzas que tengamos  en proponer una esperanza creíble. Pero sus victorias no se lograron sin astucia, movilidad y una inmensa capacidad para sorprender al adversario. Finalmente nunca cedió a la tentación de la masa. Las guerras se ganan cuando es posible organizar varios frentes compactos, cada uno con metas precisas. Algunos concentrados para romper un frente enemigo, y otros dispersados para envolver. Cada quien en su sitio, cada uno en su debido momento. Pero nunca olvidando que en algún instante habrá que enfrentarse a la dura batalla de las definiciones.

No es fácil querido amigo. Pero no podemos permitir la derrota de la libertad por el fracaso de la voluntad. No queda otra que inhibir el impulso que algunas veces nos tienta a salir corriendo, y que solo podemos superar deliberando, decidiendo y manteniendo el esfuerzo.

Al fin y al cabo, la diáspora nos sienta demasiado mal porque preferimos ser con Montejo una persecución sin tregua de la vida, para que el canto permanezca.

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