De la otra fiesta del Chivo
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 04 de Noviembre de 2019 08:24

altLa obra, complementaria a  “La fiesta del Chivo” (2000), versa sobre las específicas circunstancias del derrocamiento de Jacobo Arbenz Guzmán y el magnicidio de Carlos Castillo Armas, en Guatemala

A Hugo Bravo

 

Mario Vargas Llosa advirtió expresa y oportunamente lo que ocurriría en Venezuela y, después de veinte años de publicado el artículo, esperamos infructuosamente un debate alusivo (http://www.opinionynoticias.com/opinionpolitica/35275-barragan-l).  Al menos, ojalá  lo suscite entre quienes tengan la fortuna de acceder a su última novela  [“Tiempos recios”, Alfaguara, Estados Unidos, 2019], más allá de dejar constancia de la privilegiada lectura en un país evidentemente aislado.

La obra, complementaria a  “La fiesta del Chivo” (2000), versa sobre las específicas circunstancias del derrocamiento de Jacobo Arbenz Guzmán y el magnicidio de Carlos Castillo Armas, en Guatemala. Además, nos ofrece pistas ciertas sobre la vocación dictatorial de Rafael Leónidas Trujillo, en República Dominicana, contrastando con el ejercicio de Anastasio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en Paraguay o Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela; por cierto, acá, sólo a Cipriano Castro se le ocurrió temporalmente exportar su causa y los bolivarianos la intentan ahora por los medios más innobles

Novedoso alegato político de Vargas Llosa que rompe con la consabida e interesada victimización marxista del derrocado, Arbenz Guzmán intentó la propulsión de una democracia liberal en su país que confrontó los intereses sórdidos de la United Fruit, respaldados por el gobierno estadounidense en medio de la guerra fría. A ésta indiscutible paradoja, se une otra: quizá por la cultura política dominante, personalmente el gobernante encaró y discutió la propuesta para una reforma agraria, en sendas y duras jornadas realizadas en palacio [capítulo IX], reemplazando al parlamento u otras instancias deliberantes; e, incluso, cuando a su sucesor le tocó afrontar los requerimientos del embajador del norte, simplemente lo remitió a la espera de un fallo judicial [197]. Sin embargo, el ejercicio del poder no admite pusilanimidad alguna, por mucho que haya servido de pivote.

Todo indica como cierto que Castillo Armas no gozaba de un liderazgo mínimo en la entidad armada [103, 142], aunque pocos mandatarios latinoamericano habrá con un recibimiento tan extraordinario en Estados Unidos, como el recibido [128 s.] por el héroe macartista.  El novelista, posiblemente ahorrándose el trámite de una aproximación,  ilustra la inmediata atención y acogida, absolutamente imprevista, de Marta [IX], o el manejo de una agenda de actividades [193 ss.] incierta, pues, habrá una fiesta de cumpleaños que no lo tiene por invitado, acaso de características conspirativas, oculta por su propio jefe de inteligencia.

La propia amante es accedida con frecuencia por dos agentes de potencias extranjeras que sólo la inquieren por “chismografías, frivolidades, tonterías”, a cambio de poco dinero [153, 172 s.], siendo ella misma secuestrable [200].  Arbenz contaba con un mejor servicio de los órganos de inteligencia policial y militar [101], aunque insuficiente por las generalizadas intrigas y conspiraciones entre las diferentes facciones de la corporación castrense, imparables por muchas armas secretamente compradas [239, 244]: al parecer, el ámbito estrictamente doméstico lo tenía asegurado, como no ocurrió con el sucesor.

Pocos imaginarán hoy el calibre intervencionista de embajadores, como el de Estados Unidos, incapaz de guardar las mínimas formalidades, “acorazado de insensibilidad y obsesionado con su misión (…) Un maccarthista de espíritu espeso, de asimilación intelectual muy lenta”, muerto después en un accidente en Tailandia [237, 239], todo un WASP en un país bajo el racismo de mestizos. Peurifoy posiblemente no tendría cupo – hoy -  en el servicio diplomático, no sólo por la complejidad que ha adquirido, añadidas sus corrientes, sino por las probadas cautelas y sutilezas que suelen esconder, por cierto, invasiones como las que sufre Venezuela, gracias a los perifoneadores de una soberanía que entregan.

Es la privilegiada esposa, María Vilanova, la que le permitió descubrir a Arbenz la dura realidad social de su país, antes raramente pensada, que intentó explicarle a un embajador de características tan limitadas  [93 s., 235],  Posiblemente, las  propias condiciones del mandatario fueron las que proyectó  a sus actos de gobierno [92], aunque es patente la inexistencia o precariedad de un liderazgo civil experimentado, probado y diestro.

Castillo Armas tampoco abrirá cauce a  otro sistema político, entronizadas internamente las diferencias políticas por el artificio de una rivalidad entre su esposa y su amante, “la barragana de Palacio”,  siendo informado debidamente Trujillo [145, 159, 202], balanceado el país entre el mutismo pertinaz y el anticomunismo pertinaz [96 s.]; recordemos, una vida política compleja y organizada impidió, por ejemplo, hacer de Blanca Ibáñez y Gladys Castillo de Lusinchi, los referentes políticos de los ’80 en Venezuela.  No hay compromisos ni lealtades firmes, y los partidarios de unos pueden repentinamente hacerse partidarios del otro, contados por miles [122, 266].

Un elaborador de discursos, como Efraín Nájera Farfán,  cundirá de palabrejas el lenguaje del poder [193, 197, 315], las que suelen atentar contra el uso de la razón y avalar la purga o quema de bibliotecas [121 ss.]. Y hasta ofrecer situaciones que abren espacio al humor corrosivo, como el que le confiere Vargas Llosa al suicidio frustrado del otrora jefe general de seguridad [207].

Las dictaduras, luego, se deslizan por la senda de la lascivia y la pedofilia, claves de la República Dominicana que dibujara Vargas Llosa, exponiendo una semejanza al lado de otras, como la de una delimitada racionalidad burocrática que explicara al régimen.  Siendo el burdel el centro de información por excelencia, además de puerto para los instintos [141],  también el propio testimonio de Marta marca algunos hitos [127, 185, 210 s., 220], aunque groseramente Ramfis Trujillo deba pagar antes y muy generosamente por sus conquistas [79]: renegar de la maternidad no es poca cosa.

En el reino de las histerias, la radio ocupa un importante sitial y, no por casualidad, el novelista destaca las incursiones hípicas de un asesino, como Abbes García, o a una amante en fuga, como Marta. Sin embargo, por estilizada que se diga, la política cruza las fronteras de la violencia, como la guerra misma ha de matar a civiles para acreditarse [242], en sociedades cerradas y asfixiadas.

Todavía no había caído Arbenz y hervían las pailas de la conspiración entre las diferentes facciones deseosas de reemplazarlo, así se dijera predestinado al poder Castillo Armas. En el forcejeo rápido de los acontecimientos, cayó el jefe de inteligencia militar, aspirante, a quien se le acusó de abusar de sus funciones [188], muerto después por un bombazo terrorista que hace del capítulo XXVIII otra pieza maestra, por la economía y exactitud de sus palabras.

Todo sistema político requiere de desarrollos y, aun siéndolo, por provisionales que fueren, las dictaduras deben constantemente reinventar su legitimidad, moliendo y desechando a sus siniestros carpinteros. Estos tienen un único oficio que dirá por siempre autorizarlos, pero Abbes García, lamedor de rajas y matón de vocación, no logró ni podía hacer el grado al conspirar con Ramfis Trujillo en República Dominicana, contra Balaguer, y, menos, con Max Dominique, contra Duvalier.


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