El diablo suelto
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Miércoles, 17 de Abril de 2019 00:00

altLa reconstruirán, uniendo solidariamente los esfuerzos de esta Europa admirable que reconoce en ella la cicatriz de un parto originario.

A Mitzy Capriles de Ledezma

Hace poco más de cuarenta años, todavía alucinado por el impacto arrebatador del deslumbrante sol del Caribe y sus azules aguas cristalinas, caminaba yo una tarde por Cumaná y el joven cumanés que me servía de cicerone, mientras pasábamos junto a la catedral, me dijo: “mucho respeto, Sr. Antonio, este edificio tiene más de sesenta años”. No me dijo, desde que fuera reconstruida, en 1936, que en verdad su construcción original se remonta al siglo XVIII. Pero sesenta años era la dimensión de una inconcebible antigüedad, para un oriental de los setenta. No había transcurrido un mes desde que fuera a despedirme de Paris, en donde viviera durante mis últimos años europeos, hincándome ante el altar de Nuestra Señora de Paris, esa maravillosa obra del gótico francés engarzada en el corazón de Paris y en la conciencia histórica europea como el alma de su cristiandad, desde que fuera fundada a comienzos del siglo XI y acompañara desde l’ile Sant Louis, la isla formada por los dos brazos del Sena que se abren allí para volver a cerrarse unos bloques más adelante,   el crecimiento de la ciudad luz  que se desarrollaba desde ella de dentro hacia afuera, capa sobre capa, como las telas de una cebolla. Algo que nos sorprende a los latinoamericanos, habitantes de ciudades que crecieron ex nihilo del geométrico diseño de sus cuadrículas, siguiendo las instrucciones del urbanismo colonial español trasplantado a América. Una plaza central, dotada de una catedral, el palacio de gobierno, una oficina de correos y otros despachos públicos. Para expandirse con los años, geométricamente, hacia los cuatro puntos cardinales. El crecimiento de Paris, como el de muchas ciudades europeas, fue orgánico, como el de un cuerpo vivo y palpitante, con sus laberínticas callejuelas, ordenadas según el capricho del tiempo.

He amado la sobria y estricta geometría de Notre Dame, la belleza de su fachada con sus dos columnas y el maravilloso retablo de su frontispicio, sus tallados extraordinarios, sus esculturas, sus gárgolas, sus vitrales, sus hornacinas. Asombrado siempre por esos arbotantes que parecen sostenerla por todos sus costados, anclándola para que no se escape aguas abajo por el Sena, el río más bello e importante de Europa. Ansiando conocerla desde que, de niño, viera en el cine de mi barrio El Jorobado de Notre Dame, con Charles Laughton y Maureen O’Hara, rodada en los albores de la Segunda Guerra Mundial, en 1939. Me sucedían las imágenes cuando, observando la coronación de sus poderosas columnas de piedra y admirando la vertiginosa altura de las bellas cúpulas de su techumbre, las mismas que ahora se derrumbaran, me imaginaba el asombro de los hombres simples de la Edad Media que hacía poco menos de un milenio abandonaban sus faenas agrícolas, en el Paris rodeado de sembradíos, sus afanes artesanos y sus trabajos de comercio e industria o volvían de las cruzadas para ir a recibir el agradecido testimonio de Dios. Una obra espectacular hecha a la medida para honrar al creador del universo. Allí extraordinariamente representado. Y obligar al recogimiento de los espíritus visitantes en señal de obediente humildad.

Hay que conocer esas maravillosas obras del espíritu europeo - la catedral Nuestra Señora de Paris, la catedral de Colonia, en Alemania, la de Santiago de Compostela, en España, la de Chartres, honrada para la posteridad entre las espigas de sus trigales circundantes por el genio de un pintor holandés desquiciado, para comprender la inmensa aflicción que provoca ver a la Europa de nuestros ancestros, esencia genética de nuestra cultura, nuestro idioma, nuestras costumbres, una joya construida paciente y tozudamente en tres mil años de trabajo incesante, con ardor y tozudez siempre recomenzados, entre invasiones, guerras fratricidas, búsquedas desesperadas por encontrar un destino común,  preñada de falsas y devastadoras utopías iluminada por insurrecciones y fanatismos raciales, odios fratricidas, proyectos luminosos y sueños de grandeza, asediada ahora por el asalto invasor y voraz del islamismo talibán, para comprender en toda su dimensión la hondura de la tragedia. Ahora, como para que el azar le pusiera rúbrica a un asalto de una crisis irreparable y una decadencia que avanza a pasos forzados, una refacción se convierte en el mortal golpe del fuego devastador. En Europa, como suele decirse, llueve sobre mojado.

La reconstruirán, uniendo solidariamente los esfuerzos de esta Europa admirable que reconoce en ella la cicatriz de un parto originario. Pero para quienes la conocimos tal como naciera, creciera y se desarrollara, con la belleza de esa flecha construida en el siglo XIX y ahora derrumbada por el fuego, ya no será la misma. Sobrevivió la más espantosa de las guerras, cuando la orden de último bárbaro germánico invasor fuera “quemad Paris”. Pero ya no tendremos la sensación que teníamos hasta hace algunas horas: compartir el techo que compartieran millones y millones de fieles desde hace mil años. El arte es largo, la vida es breve. Hoy, más breve que nunca. Cuando el ángel exterminador y el diablo parecieran andar sueltos.

 


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