Chile, una democracia ejemplar
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Viernes, 01 de Marzo de 2019 05:56

altEn el centro de Santiago de Chile, en tiempos anteriores a los del gobierno del demócratacristiano Eduardo Frei Montalva y a los del turbulento y breve período de gobierno de la Unidad Popular

y de Salvador Allende, seguido del largo reinado de la dictadura militar, solía verse caminar todas las mañanas a eso de las  7 y media a un señor ya sexagenario, vestido en invierno con un bello abrigo de pelo de camello, una larga bufanda o chalina inglesa y un sombrero homburg, que se desplazaba silencioso y sin ninguna custodia, un periódico del día y sus guantes de cabritilla en una mano, un paraguas negro usado en forma de bastón en la otra, a paso firme y sin vacilaciones, desde la Plaza de Armas, donde vivía en un viejo y espacioso apartamento de su propiedad ubicado en un segundo piso de su lado oriente, por la calle Estado en dirección a la Alameda Bernardo O’Higgins. Atravesaba con parsimonia las transversales de Catedral, Huérfanos y Agustinas hasta alcanzar la calle Moneda, bajar por ella, cruzar Ahumada, Bandera y Teatinos, llegar a la esquina de la Intendencia, dar a la Plaza Bulnes y terminar su caminata de veinte minutos, solitario y absorto, sin protección ninguna, frente al portal del palacio de La Moneda, sede del ejecutivo. Era el entonces presidente de la República, don Jorge Alessandri Rodríguez.

Hablo de fines de los cincuenta comienzo de los sesenta del siglo pasado. A nadie sorprendía que ese típico burgués de la vieja y rancia aristocracia chilena, empresario destacado y sin duda ninguna un hombre de discreta aunque muy sólida fortuna – era propietario de la Papelera Puente Alto, que abastecía a todos los periódicos capitalinos, desde el Mercurio de su amigo Agustín Edwards, uno de los descendientes de Don Andrés Bello, hasta El Siglo, periódico oficial del Partido Comunista chileno, entonces presidido por otro hombre aún más tradicional que don Jorge Alessandri, como que jamás dejó de usar polainas, chaleco y leontina, Don Elías Laferte. No era un hecho excepcional ver al presidente de la República atravesar el centro de Santiago a pie y sin guardaespaldas para ir hasta su despacho en el Palacio Presidencial. Por algo se decía que Chile era la Atenas de América. Ni a Alessandri le interesaban las muchedumbres ni las aclamaciones, tan caras a su padre, don Arturo Alessandri Palma, el León de Tarapacá, el único demagogo de la historia política chilena que se encumbrara a las mayores alturas del poder conociendo la gloria de las aclamaciones y la dureza de las dictaduras – él mismo fue uno de los dictadores de los lejanos años treinta – ni su figura más bien seca y ascética despertaba la menor simpatía. Le rodeaba ese nimbo de severa grandeza tan propio de los políticos chilenos del Siglo XIX. 

Recio, de pocas palabras, distante y silencioso, el parco Jorge Alessandri no dejaba ver la tormenta perfecta que se cocinaba en los fogones populares de la sociedad chilena. Representaba a la perfección la egregia y aristocrática soledad del Poder. Solterón, no recuerdo una sola imagen suya sonriendo, ni haberlo visto distendido. Portaliano de ideas – un cultor del Estado como altar supremo de la dirección de la sociedad chilena, ese reservorio de conductas y de ideas que le sirviera de fundamento al general Pinochet para avalar su autocracia con lo más propio y auténtico de la chilenidad – no lo era, sin embargo, en su intimidad. Inimaginable un Jorge Alessandri Rodríguez bailando cuecas o bebiendo en burdeles, como solía hacerlo Portales, el compadre de Don Andrés Bello, con quien compartiera la debilidad por las mozas de servicio. Como que cuentan que nuestro ínclito personaje, tan serio y solemne sentado en el trono del rectorado de la Universidad de Chile, que él fundara, se había hecho construir una garçonier tras su despacho.

Cuenta Jorge Edwards, cronista de lo más íntimo y fascinante de esos años santiaguinos,  amigo de mis amigos el Queque Sanhueza y Marta Orrego, Armando Cassigoli y Antonio Skarmeta, que hubiera sido el candidato preferido de Pablo Neruda en las elecciones que desataron la tragedia. “Pero tú comprendes, un hombre como yo no puede votar por un candidato como ese, así me parezca el más adecuado y oportuno para la circunstancia”, cuenta que le dijo una mañana limeña, palabras más palabras menos. No le faltaba razón: el proyecto económico con el que Alessandri pretendía rescatar al país y sacarlo de su crisis estructural sirvió de hoja de ruta para la política con la que Pinochet logro revertir la situación del país en ruinas y llevarlo a las alturas del país más exitoso de la región. Su mujer, Matilde Urrutia, en cambio, se inclinaba por Radomiro Tomic. Ninguno de los dos pudo evitar, sin embargo, empujados por los vientos de la tormenta perfecta, votar por Allende y contribuir a desatar la tragedia. 

Busco una figura semejante en el panorama político venezolano y no encuentro a nadie. Ni siquiera Rafael Caldera. A quien, a pesar de su severa distancia, el trato doctoral que reclamara, y su cara de pocos amigos,  tampoco me lo imagino caminando solitario por la Avda. Urdaneta, rumbo a Miraflores, sin despertar el escándalo y la algarabía de transeuntes, buhoneros y vagabundos. En Venezuela el poder político jamás tuvo la gravedad, la grandeza, la intangibilidad y la trascendencia que ha tenido en Chile. Sería un despropósito y un improperio comparar al Cabito o a Juan Vicente Gómez con Don Arturo Alessandri Palma y a Hugo Chávez Frías con Augusto Pinochet Ugarte. Ni siquiera a Carlos Andrés Pérez con Salvador Allende. Majestad del Poder, esos son los términos. Eso explica las razones del suicidio del Dr. Salvador Allende Gossens. A un mandatario chileno no se le falta el respeto. Y si se le llegase a faltar con la fuerza de las armas, antes preferiría suicidarse que verse humillado montándose en un avión a la carrera, en tesitura de fugitivo.

Lo pienso imaginándome lo que hará el joven presidente interino, Juan Guaidó, ante la grave circunstancia en que se encuentra. Fuera de Venezuela y amenazado de arresto por el usurpador. Antes que verlo dejarse humillar por los rufianes que en muy mala hora y en un trágico descuido se hicieran con el poder, ya perdida toda su majestad por el payaso uniformado que lo arrastrara ensangrentado por los suelos, preferiría verlo protegido por Jair Bolsonaro, Iván Duque o Donald Trump. Dios quiera que atraviese este tremendal sin mácula. Es un joven venezolano que ha sabido luchar con coraje y grandeza. Merece coronar su gestión con el mayor de los éxitos. Nosotros y nuestros descendientes se lo agradeceremos.

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