Dies Irae: El 11 de septiembre de 1973
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Martes, 11 de Septiembre de 2018 00:00

altNo hubo el millón de muertos de la guerra civil española ni el medio millón de muertes provocada por la violencia del hamponato acarreado por la crisis venezolana desde el asalto al poder de Hugo Chávez

A Luis Pardo Sainz

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Este 11 de septiembre se cumplen cuarenta y cinco años del día en que obedeciendo la drástica ordenanza de las instituciones aún vigentes del Estado de Derecho chileno – el Parlamento, la Contraloría General de la República, el Tribunal Supremo de Justicia, las academias, el Foro y el reclamo angustioso de una mayoría de más del 60% de la opinión pública nacional, las Fuerzas Armadas chilenas cortaran el nudo gordiano del que pendía el futuro de una historia republicana de más de siglo y medio de existencia, una tradición de respeto a la institucionalidad y un prestigio de legalidad del que todos los chilenos se sentían orgullosos depositarios y que había hecho de Chile la más digna y respetada democracia latinoamericana. Cumpliéndose a cabalidad el pronóstico emitido por Bolívar, para quien la chilena era la única sociedad colonial capacitada para conquistar y disfrutar de la libertad que él aspiraba concederle a todas las provincias de la América española. Una libertad que se hallaba tras poco más de mil días de gobierno marxista, justo es recordarlo, en estado pre agónico. Al filo de una guerra civil y de una catástrofe de proporciones inimaginables. Sufriendo los rigores de una brutal crisis socioeconómica, sólo comparable, aunque en mucho menor medida y por causas semejantes, a la que hoy sufre Venezuela.

A pesar de los esfuerzos intentados por Fidel Castro en respaldo al proyecto que llevaban a cabo las fuerzas que seguían su estrategia de dominación continental tras la figura del tribuno civil Salvador Allende, que apostaba a un “socialismo con rostro humano”,  las fuerzas armadas chilenas se habían mostrado absolutamente renuentes a dejarse seducir por los cantos de sirena del comunismo castrista, su nada humano rostro verdadero.  Eran un bastión inexpugnable a la traición y un soporte de la mayor seriedad y contundencia en defensa de los valores existenciales de la República liberal democrática vigente hasta entonces. Como quedara demostrado y fuera narrado por Jorge Edwards en su libro Persona Non Grata al contar el rechazo experimentado por la marinería chilena de la Esmeralda en visita a la isla de Cuba a comienzos de 1971: esos marinos, como los soldados y aviadores de las FFAA chilenas, no serían susceptibles al halago y la corrupción de parte de Fidel Castro, poco importan los esfuerzos que acometiera. No disponía el régimen de las riquezas de que dispuso el chavismo al asalto del Estado venezolano para corromper hasta la médula a sus pares venezolanos. Ni que hubiera dispuesto, ante una tradición de respeto a las instituciones y a la dignidad de la persona humana hecha carne de la nacionalidad construida bajo la sobriedad y el sentido patriótico de la responsabilidad de un Diego Portales y Don Andrés Bello. Incluso el pequeño sector que, respetuoso del constitucionalismo, obedecía a Salvador Allende, comandado por el general Carlos Prats y al que pertenecía el padre de Michelle Bachelet, el general de aviación Alberto Bachelet, que nunca tuvo mando de tropa y no fue más que un funcionario administrativo, se negó a participar de cualquier maniobra sediciosa a favor del castro comunismo chileno.

 

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El 8 de septiembre de 1973, a tres días de la consumación del golpe de Estado, la suerte no terminaba de estar echada. Fracasados todos los intentos políticos por resolver la crisis en un marco inmanente al orden constitucional, dada la grave radicalidad y la pugnacidad del enfrentamiento entre los vectores sociales en lisa, la marina, el cuerpo más conservador de las fuerzas armadas chilenas,  había asumido la iniciativa de derrocar a Allende y ya tenía decidida incluso la fecha - el 11 de septiembre de 1973 -, a resguardo de los movimientos de tropas exigidos por los preparativos para la celebración de la parada militar en la capital de la República en conmemoración de las fechas de la Independencia: 18 y 19 de septiembre, para poner sus hombres en acción sin despertar sospechas. Lo aprobaban la Armada, la Fuerza Aérea y el Cuerpo de Carabineros – el equivalente a nuestra Guardia Nacional -, en pleno,  pero faltaba el visto bueno de los ejércitos, factor clave y definitorio cuya primera antigüedad y comandante en jefe, Augusto Pinochet Ugarte, se suponía fiel y leal al presidente de la República. La decisión final quedó en sus manos.

El sábado 8 de septiembre, según me cuenta el hijo del contralmirante encargado de hacerle llegar por orden del Almirante de la Armada José Toribio Merino a Pinochet un ultimátum conminatorio, le hace presente que el golpe está en su fase final y que se espera su última decisión. Pide Pinochet 24 horas para dar su respuesta, cumplidas las cuales no sólo se declara favorable a formar parte de la intentona sino que se muestra dispuesto a asumir su dirección entregando un proyecto de acción con sus datos claves: Pinochet ya había desarrollado un detallado plan de acción cumpliendo con la máxima profesionalidad como para imponerse en pocas horas, evitando dentro de lo posible el eventual desarrollo de una guerra civil, a la que todos temen. Obedeciendo el máximo principio de la guerra: vencer al menor costo en vidas y pérdidas materiales, cuya mayor parte no fue producto del golpe mismo, sino de la guerra empeñada por la Junta de Gobierno para terminar por controlar la situación e imponer su política de pacificación. Es el tema nunca resuelto de las violaciones a los derechos humanos de una sociedad en estado de excepción. Sin la menor duda: debieron haber sido evitadas. ¿Hubiera sido posible lograrlo en vista del proyecto de dominación absoluto perseguido por Augusto Pinochet al frente de las Fuerzas Armadas – reconstruir y modernizar la estructura socioeconómica y política chilena para resolver de raíz la grave crisis que la agobiaba -, sin el cual no hubiera alcanzado los logros indudables con que saldara su largo período de gobierno? Los chilenos no han resuelto, ni parecen dispuestos, transcurridos 45 años de los hechos, a resolver la interrogante.  ¿Hubieran preferido prolongar la crisis hasta asistir a la extinción de la República?

 

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Ese mismo fin de semana, el sábado 8 en la residencia presidencial de Tomás Moro y el Domingo 9 en su casa de retiro de los faldeos cordilleranos, El Cañaveral, Allende discute la situación con los suyos y decide llevar a cabo un Plebiscito para consultarle a la ciudadanía el curso a seguir. Considera que ha perdido la partida y que se debe convocar a rápidas elecciones para resolver el graves impase en que se ha entrampado al gobierno. Pero que su principal responsabilidad recae en evitarle al país un enfrentamiento que podría tener trágicas consecuencias. Carlos Prat, que ha sido encargado por el propio presidente de sondear la situación en el interior de las fuerzas armadas y en el seno del gremialismo, que lidera el sector más duro de la oposición, desde meses antes, le pone en claro la inutilidad de tal iniciativa. Es demasiado tarde y no le cabe al presidente otra posibilidad que presentar su inmediata dimisión. A lo que el orgulloso líder del socialismo chileno se niega de plano: “gobernaré hasta el último día del mandato para el que he sido legítimamente electo.”

Reunido con la dirección de los partidos de la Unidad Popular, a los que había solicitado poderes especiales para negociar una salida a la crisis, ese mismo fin de semana le responden con una negativa total. Allende está solo y enfrenta el momento más crucial de su larga vida política. Sabe que vive las últimas horas de su existencia. La suerte está echada y toda esperanza es vana. Lo rodea la soledad.

Puesto el golpe en acción a las primeras horas de la madrugada desde el Puerto de Valparaíso, poco después del mediodía de ese aciago martes 11 de septiembre, el plan presentado por Pinochet se ha cumplido a cabalidad. El país está absolutamente dominado y en sus manos. La Moneda ha debido ser bombardeada ante le negativa de Allende a entregarse a las fuerzas facciosas. Es un bombardeo quirúrgico que no causa bajas, pero al que responde el presidente con la única opción que le parece digna y a la altura de las circunstancias: su suicidio.

Llama la atención la falta de reacción popular ante los hechos. Ciertamente, desde el primer momento Allende, consciente de lo desesperado de la situación y la inutilidad de toda resistencia ha pedido a sus seguidores que se retiren de sus sitios de estudio y trabajos y se dirijan en calma a sus hogares. La temida contraofensiva anunciada por las fuerzas más extremas del Partido Socialista y del MIR son prácticamente inexistentes. Todos los componentes de las fuerzas uniformadas están vertical y disciplinadamente con el Golpe de Estado: los grupos de civiles armados no eran más que una ficción especulativa. Los cubanos se resguardaron en su embajada a la espera de poder abandonar el país con los debidos salvoconductos. Cosa que hicieron disciplinadamente.

No hubo el millón de muertos de la guerra civil española ni el medio millón de muertes provocada por la violencia del hamponato acarreado por la crisis venezolana desde el asalto al poder de Hugo Chávez. Jamás vivieron los chilenos nada comparable a la estampida tumultuaria provocada por el horror de la crisis humanitaria venezolana. Tampoco hubo las 30 mil muertes que se le atribuyen a la dictadura de Jorge Rafael Videla. Tras diecisiete años, Chile se había situado a la cabeza de la región en prosperidad y desarrollo. Y nada ni nadie ha logrado desplazarla del privilegiado sitial que ocupa, alcanzado gracias al período de máxima concordia vivida desde el regreso a la democracia.

Son los hechos. Nadie podrá jamás desmentirlos.

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