El mundial que no fue nuestro
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Domingo, 08 de Julio de 2018 06:19

altEl juego de pelota era de religiosa y mortal consecuencia entre los aztecas: el perdedor era elevado al altar de sus dioses, sacrificado a pecho abierto y devorado por los sacerdotes.

 

A Corina Yoris 

Somos los latinoamericanos, para bien o para mal, como una gran familia. Nacimos a la vida republicana bajo un mismo impulso, reaccionando casi que al mismo tiempo y a un mismo influjo. Combinando la pasión y el desenfado tropical con el ascetismo y la sobriedad andinas. Debidamente adobado con el religioso fanatismo celtíbero. En el que nos cabe a los que llegaríamos a ser los venezolanos una tremenda e insoslayable responsabilidad, de la que transcurridos dos siglos aún no logramos dar debida cuenta. De ese gigantesco choque de culturas nació lo que el mexicano Vasconcellos llamaría, con un término muy mexicano, muy exagerado y muy latinoamericano, muy de realismo mágico y muy de barroco colonial, “la raza cósmica”. 

Salvo esa dulce variante del castellano, que es el portugués brasileño, que nos sedujera con Vinicius de Moraes, Tom Jobim y Chico Buarque, hoy mucho más cercano a nosotros que antes de Lula y Odebrecht, vinculado a nuestra tradición por los sórdidos y muy idiosincráticos laberintos de la corrupción, hablamos una misma lengua. Lo cual significa que bailamos al son de los mismos tambores, hacemos el amor bajo las mismas dulces o encendidas melodías, y elevamos nuestras preces al Señor con las mismas prédicas. Somos, bien lo dijo ya José Vasconcellos en 1925, “la raza de bronce”, perfecta unidad del África negra, la Europa blanca y la América mestiza. 

De allí la abierta o soterrada emoción que nos provoca un gol alucinante del colombiano Yerry Mina, un maravilloso tiro libre del argentino Messi, capaz  de desafiar las leyes gravitatorias, un cabezazo del uruguayo Suárez o una escapada fulgurante y bullanguera del extravagante Neymar. Vamos más lejos y nos emociona el clásico atletismo grecorromano  de Cristiano Ronaldo, que Madeira cabe perfectamente en la mezcla maravillosa de la Quinta Raza. ¿No fue lo que cantó Camoens? ¿Qué venezolano no celebró como suyo el triunfo del México del Quinto Sol sobre la Alemania de los Habsburgos? ¿O ese grito de resurrecciones del último minuto de los uruguayos, que me provocó cantar, de nuestro viejo y amado amigo ya ausente, Alfredo Zitarrosa, “vamos mano con mano los orientales”?

Hay quienes no entienden que algunos venezolanos apostemos al Brasil antes que a Bélgica, o al Uruguay antes que a la Inglaterra. Por no decir a México antes que a Alemania. Sólo en el fútbol traspaso las fronteras de la política para quedarme con la esencia de nuestra pertenencia común. Y si lográramos que con el mismo ímpetu con el que coreamos un gol de Cavani aplaudiéramos la victoria de un demócrata como Iván Duque y con la misma iracundia con la que reclamamos contra un mal arbitraje que le roba un penalti a Sergio Ramos reclamáramos contra los monstruosos abusos de Nicolás Maduro, podríamos descansar en paz.

El juego de pelota era de religiosa y mortal consecuencia entre los aztecas: el perdedor era elevado al altar de sus dioses, sacrificado a pecho abierto y devorado por los sacerdotes. Cuando cayó Brasil sentí que me removían las entrañas. Apagué el televisor y me fui cabizbajo a seguir hurgando entre mis libros. Pensé: no me queda más que solidarizarme con quien más se nos parezca. Es Croacia. Ellos son subdesarrollados. Y entre subdesarrollados se entienden.

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