Me preguntan personas cercanas cómo reconocer la yuca amarga. No es mi especialidad; sin embargo, no me atrevo a consumir la yuca por cuanto no me siento segura. No después de la tragedia que ocurrió aquí en Caracas, sino cuando supe de los primeros casos. Si mi memoria no me es infiel, ocurrieron en Maturín hace ya unos cuantos meses. Leer las páginas rojas de los periódicos, o escuchar por radio la situación de la delincuencia y su acción sobre todo el pueblo, espanta, no se salva nadie. Y, además de eso, los numerosos niños recién nacidos que mueren por falta de atención en los hospitales. El remate: el resultado de la Encuesta Encovi 2016, donde las penurias de los venezolanos quedan reflejadas y pareciera que, en lugar de Venezuela, se está hablando de un país africano.
Cuando salgo por Caracas, con todas las vías destrozadas, veo las enormes colas para comprar pan, innumerables filas en determinados supermercados y también en las farmacias. La desesperación cunde cuando aparece el jabón de baño, el desodorante y el champú para un sector. Si se trata de pañales, veremos a las madres, con hijos guindando encima, apretujarse en un puesto para lograr obtenerlos. Ni hablar de los ancianos en búsqueda de medicinas para continuar viviendo. ¡Ah, mi país! ¡Tan diferente, tan hermoso, amable y confortable! ¡Cómo lo añoro! Estamos frente a una situación inédita.
No importa la actitud de negación por parte del Gobierno. Siguen de espaldas a la realidad. No quieren ver lo que sucede realmente; peor aún, no quieren asumir la responsabilidad de lo que ocurre a diario. Ese es otro drama cotidiano: ver un desastre en todos los niveles, la crisis moral y ética que nos agobia, más todo lo descrito con anterioridad y seguir por la vida como si no ha pasado nada. ¿Tendrán el perdón de Dios?
@EditorialGloria
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