La crisis que vivimos
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Jueves, 02 de Febrero de 2017 06:12

altImponer la forma sobre el contenido y las buenas maneras por sobre la sustancia puede provocar, en ese bajo mundo de la sociedad sobre el que se asienta

la política, la acumulación de tensiones y contradicciones hasta reventar los frágiles muros de contención construidos bajo la arquitectura de aquello que los franceses llaman, no sin sorna, proceder “comm’il faut” – como corresponde, conveniente, correctamente. Una disposición de espíritu que suele recubrir una de las más oprobiosas y dañinas taras de la política: actuar bajo el imperativo de lo que los alemanes llaman Realpolitik, realismo político. A saber, actuar por conveniencia, no por principios. Una tara de la que los venezolanos tenemos más que suficientes pruebas.

Nada que objetar cuando el rumbo está perfectamente a control, la sociedad funciona por inercia, las instituciones parecen perfectamente aceitadas y todos los ciudadanos, o una aplastante mayoría de ellos, están consciente o inconscientemente dominados por el respeto a las instituciones del Estado. O a los usos y costumbres inveteradas. Cuando proceder correctamente da los mejores réditos. Y hacerlo no acarrea sobresaltos, sin que nadie cuestione ese maravilloso principio bíblico que le reconoce al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. 

Que en un país como el nuestro, en donde jamás imperó la etiqueta, y la barbarie ha sido norma cotidiana de comportamiento con la insólita excepción de sus cuarenta años de democracia, se haya roto ese sagrado principio de la estabilidad, el orden, la justicia y el progreso un nefasto 4 de febrero, echando abajo todos los diques hasta desmadrar sus aguas cloacales, sucias y turbulentas, no debiera sorprender a nadie. Pero que esa norma de entendimiento político esté haciendo aguas en los Estados Unidos y en Europa debería ser motivo de una muy seria reflexión. ¿Qué está pasando en el mundo como para que los ejemplares políticos del comm’il faut sean apartados con trombones y fanfarrias y el poder caiga en manos de la inescrupulosidad de parvenues dispuestos a imponerles a sus sociedades un atroz proceso automutilador?

No cabe otra respuesta: la crisis es estructural, profunda, telúrica y las capas tectónicas de nuestro ordenamiento civilizatorio se están desplazando sísmicamente en busca de un nuevo orden mundial. 

Se dice fácil y el papel lo resiste todo. Pero hablamos de un giro copernicano en el cuadrante político que desencaja los acuerdos explícitos e implícitos alcanzados entre los principales poderes del planeta desde el fin de la Segunda Guerra, arrastrando consigo los acomodos del sostén material  y la hegemonía política y cultural que ha ordenado la vida social en el planeta desde entonces. ¿O alguien puede sostener impunemente que la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos y la de Jorge Bergoglio en el Vaticano – dos fenómenos de trascendencia global absolutamente inéditos en la historia moderna – no ha puesto de cabeza las certidumbres que, desde bambalinas, regían, juzgaban, controlaban y acataban la marcha de los acontecimientos?

Que el recién electo presidente de la nación más importante del planeta,  principal gestora y beneficiaria de la economía global pretenda dinamitarla, regresando a un proteccionismo cerril y anti histórico, que atenta contra sus propios fundamentos estructurales; y que la principal instancia de conservación de los valores milenarios de la cristiandad haya decidido entregarse a los brazos de una orden que no hace cuestión de miramientos  a la hora de bregar por el Poder, como la de Ignacio de Loyola - que ya una vez debió ser expulsada del reino en que naciera su fundador - y le haya encargado el papado a un jesuita no sólo antiliberal, lo que no es ninguna novedad eclesiástica en una tradición conservadora, sino de izquierda, y de la más dura, constituye una señal extremadamente alarmante de que el eje polar de nuestra humanidad está siendo sacudido a extremos de consecuencias difícilmente predecibles.

 

¿Prolegómenos de un conflicto planetario?

En ambos casos asistimos al notable fracaso de lo políticamente “correcto”. Al estruendoso fracaso del buenismo del inefable Barack Obama, todas cuyas políticas más esenciales – del Obamacare a la apertura hacia Cuba, por no hablar de su política de manos atadas frente al extremismo musulmán – están siendo demolidas a pocos días de su desplazamiento del gobierno por Donald Trump. Y al fin y relegamiento de la pureza teológica del filósofo alemán Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, por quien no teme confesar su odio al liberalismo y su velada admiración por las izquierdas, incluso dictatoriales o tiránicas, como las de Raúl Castro y Hugo Chávez.

¿Qué hacer? A juzgar por la imponente y aparentemente espontánea reacción en cadena del pueblo llano norteamericano repudiando los decretos más controversiales del impetuoso nuevo gobernante, incluso de algunos importantes funcionarios de sus propias instituciones y el mundo empresarial, y la unanimidad de criterios partidistas en torno al rechazo a la arbitraria y desaforada actuación de Trump al frente de la Casa Blanca, el empresario multimillonario comienza a encontrar obstáculos naturales en la más ejemplar de las sociedades democráticas del planeta. Por su parte,  a juzgar por la valiente y lúcida reacción de la Iglesia venezolana al intento del régimen por imponer el totalitarismo, también las bases de la Iglesia parecen muy lejos de consentir las veleidades ideológicas de su pontífice. 

Puede que, como en otras ocasiones del pasado, haya suficientes reservas estratégicas como para evitar lo peor. Es nuestra esperanza.   


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