Tragedias Púnicas
Escrito por Víctor Maldonado C. | X: @vjmc   
Lunes, 21 de Julio de 2014 15:38

altLo difícil es mantenerse en el poder. Frente a ese desafío de equilibristas perfectos, el llegar a ostentarlo no es una tarea tan ardua. La política es una aspiración inviable de perfección,

 dice una sentencia apócrifa, indebidamente atribuida a uno de los sabios antiguos que acompaño las peripecias expansionistas de Alejandro Magno. Inventada o no, lo cierto es que basta llegar a tener disposición sobre hombres y territorios para enfrentar un angostamiento del que nadie se puede salvar.

Lo sufrió Moisés, el gran liberador, interlocutor de Dios y su máximo intérprete. Habiendo partido en dos el mar y ahogado en sus aguas tramposas a todo el ejército egipcio, le tocó desgastarse en un desierto y en un laberinto de insatisfacciones hasta el punto de resignarse el ver a lo lejos, pero no entrar, esa tierra mil veces prometida por Dios. Napoleón simplemente se aburría. No sabía otra cosa que hacer la guerra, sabiéndose adicto al riesgo. Pero en ausencia de batallas todo su esplendor militar se convertía repentinamente en indecisión, incertidumbre y mezquindad. Stendhal resume su actitud en una frase lapidaria: “Sus faltas en política pueden explicarse en dos palabras: siempre tuvo miedo al pueblo y nunca tuvo un plan”.

En la primavera del 217 a.C. Aníbal de Cartago estaba ganando todas sus batallas. Roma asistía atónita a una forma de hacer la guerra en la que todo parecía confluir en el exterminio. Las dos potencias mediterráneas habían decidido no convivir. Y por eso mismo habían planteado una situación en la que la supervivencia de una significaba necesariamente la desaparición de la otra. Roma no salía de su asombro frente al genio militar de su adversario, que sin embargo estaba condenado a su propia destrucción. Era cuestión de esperar con suficiente paciencia el agotamiento de todos los recursos de los que disponía. Fueron muchos años, y hacía tiempo se habían muerto los elefantes y consumido cada una de sus ventajas. Roma luchaba en su territorio, mientras que Aníbal era un invasor. El declive comenzó con el exceso de audacia. Una estrategia arriesgada y prodigiosa le hizo atravesar las marismas del valle del río Arno. Solo le queda un elefante, Sirio, sobre el que va montado. Sin embargo no logra sortear el peligro que viene sobre las alas de un insecto que le infecta un ojo y le hace perder la visión. Mal presagio. Pero sigue ganando. De hecho su victoria más contundente la obtiene en el campo de batalla de Trasimeno. Pero allí mismo se le presenta el daimon de la política para confundirlo y llevarlo a la cita con su propia catástrofe. Decide no invadir Roma. Prefiere esperar una rendición unilateral que nunca llegó. Marhabal, el hiparca púnico, le escribió lo que fue su sentencia: “Sabes vencer, Anibal, pero no sabes aprovechar la victoria”.

Roma reacciona ante el desafío. Designan un dictador provisional para el ejército. Quinto Favio Maximo recibe todo el poder y por un lapso de seis meses va a ejercerlo con el único objetivo de exterminar a Aníbal. Pero no le presenta batalla. Contrasta el poder romano con las dificultades logísticas del ejército invasor y decide un curso de acción que será conocido como la estrategia faviana: “hostiga a tu enemigo. Cuando envíe avanzadas en busca de comida, mátalos. Si alguien les ofrece refugio en una ciudad pequeña, quémala”. Aníbal no puede ganar. Primero va a morir exhausto. Primero su ejército se va a agotar entre el hambre y el cansancio. El dictador romano le quitó al cartaginés lo único que podía hacerlo ganar. Le negó las batallas y la guerra cambió definitivamente su curso.

En 1904 nadie le competía el poder a Cipriano Castro. O por lo menos eso creía “el Restaurador”. Unidad y paz son las consignas que parecen ocultar todas sus suspicacias. El presidente estaba embelezado de mala vida, y para colmo debía convivir con un vicepresidente y general victorioso. Nada más peligroso que él éxito ajeno. Nada más corrosivo que la adulación y el galanteo. El 9 de abril de 1906 cede la presidencia a Juan Vicente Gómez y se retira. Espera una reacción natural del pueblo y sus principales autoridades. Espera que una delegación nacional vaya a La Victoria a suplicarle la vuelta al gobierno. “Es una orden de la patria agradecida. Es una orden y un ruego” suplica un orador. Y volvió para dilapidar lo poco que le quedaba de salud, entre discursos, bailes y mujeres. Su compadre miraba a la distancia, dejando que los excesos hicieran su trabajo.

A los 63 años muere Aníbal. “Un pobre pájaro desplumado por la edad” sentencia Plutarco. Apura el veneno al no conseguir salida a la última traición y a la persecución pertinaz de Roma, que nunca le perdonó dieciséis años de desdicha. La tragedia se explica por la equivocación, la desmesura y la ceguera que supone el poder. Mantenerse en el poder es algo más que batallas ganadas, videos triunfales y alocuciones inflamadas del propio ego. Nadie se salva del continuo transcurrir, del paso de un día tras otro, de las exigencias del tiempo, que acumula errores y enemigos.

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