De la indispensable memoria política
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Martes, 30 de Diciembre de 2014 08:57

altTodo actor público, incluso, yendo más allá de lo estrictamente político, tiene algo que contar.  Nunca sabrá cuán trascendente será lo dicho,

quizá seguro de sus silencios: tarea que le corresponderá a los historiadores que tampoco adivinará a la vuelta de varias décadas, útil o inútil, el esfuerzo se agradece.

Respecto al liderazgo venezolano, hay grandes deudores de sus memorias destacando Rómulo Betancourt, quien las prometió. Probablemente, están aún abovedadas, como las de otros que, no por casualidad, preservaron y trabajaron con celo sus archivos personales.

Crisis editorial aparte, en los últimos lustros hemos tenido la fortuna de contar con obras como las de Miguel Ángel Burelli Rivas, Ramón Escovar Salom, Víctor Hugo D’Paola o Américo Martín. Por cierto, faltando la principal testificación,  avaladas por un sólido legado documental,  dos de los hijos de Rafael Caldera comienzan a publicar importantes referencias.

Suponemos la inmensa dificultad de evocar las más remotas escenas, vicisitudes y sucesos que trenzan y tensan la subjetividad que, por añadidura, requiere de una escritura solvente, aunque no constituye pecado alguno auxiliarse con otros que hagan la ingeniería de reconstrucción. A veces, la tentación ensayística acaba con la sencilla tarea de recordar, aunque hay ejemplos de un magnífico rigor histórico, debidamente sustentado, como lo aportó Henry Kissinger.

Laureano Vallenilla-Planchart y Jorge Dáger, por ahora, según nuestra modesta opinión, contribuyeron con  dos estupendos memoriales, a pesar del bullicio que generó en su momento Miguel Ángel Capriles. Y son numerosas las entrevistas largas que se acercan al género, gracias al talento de los interpeladores.

Lectura tardía, recientemente aprovechamos el escaso asueto navideño para adentrarnos en el doble testimonio de Américo Martín: “Ahora es cuando. Memorias I (1945-1960)” y “La terrible década de los 60. Memorias II (1960-1970)” [Libros Marcados, Caracas, 2013].  Vivencias, ideas, personajes, escenarios, trazan un largo itinerario del que esperamos  una tercera entrega, dejándonos varias impresiones.

De persistente añoranza familiar, tratando los asuntos políticos con un lenguaje de respeto y consideración, proclive al ensayo, la evidente inquietud literaria varias veces lo conduce a referencias innecesarias. El primer gobierno de Acción Democrática, Edoardo Crema, el foquismo o Herbert Marcuse, ocupan páginas que bien pudieron servir para extender aquellas atractivas circunstancias que quedaron tan cortas, aunque encontramos una interesante calibración de Rómulo Betancourt o del alzamiento armado que “no llegó a serlo pero sí parecerlo” (II, 83).

Rinde tributo a El Conde, donde hay casas que todavía se mantienen en pie, como la que ocupó la familia Maneiro (I, 166), o a la Altamira que arriesgó Luis Roche, avecinándolo  con los Carpentier, transmitiéndonos la emoción de una urbe en transformación, amén de las pasiones deportivas que la emblematizaron. Traduce los tiempos de la dictadura perezjimenista, con señalado reconocimiento hacia Yolanda Moreno, por ejemplo, deslizándonos al medio liceísta en el que prendió la vocación y el compromiso políticos.

En lugar de la recreación morbosa, procura cuidadosamente ventilar las más duras situaciones y, así, por única vez, se permite hablar de la terrible tortura que sufrió, saliendo apenas de la adolescencia, capturado por sus actividades clandestinas, sin decir – por cierto – el nombre de la persona con la que lo carearon (I, 199, 205);  e, igualmente, reconoce la prisión que, más tarde, será motivo para el libre estudio y debate (II, 198), harto diferente a las muy innobles que hoy tienen irrefutables motivos políticos.  Más duro ha sido el pago de sus rectificaciones, dejando atrás el costo que las del satanizado Gumersindo Rodríguez produjo (I, 275): valga la ilustración, por una parte, la leyenda del súbito (y precoz) enriquecimiento personal de Martín (II, 43); y, por otra, el empleo de sus cartas confidenciales para probar la traición política, aunque seguramente Jorge Rodríguez utilizó los argumentos para ensayar una propia y ulterior rectificación (II, 210).

Hay párrafos muy bien logrados, como el viaje a Cuba y la opinión que tuvo la Stasi del pasaporte que no falsificó la Cotorra, aunque ciertamente lo hizo con el resto de los papeles del  que llegó a Alemania en su boomerang viajero (II, 148 ss).  Sentimos que el apunte instantáneo e inmediato, al llegar a casa, revelada la nostalgia que tiende a dibujar mediante el ensayo, ha prevalecido en la obra  evitando extenderse en detalles que hubiésemos agradecido: no conocemos personalmente a Américo Martín, pero lo intuimos de un corrosivo sentido de humor que hubiese abierto y  facilitado escenas muy sobrias desde su temprano relacionamiento político.

Negándose a acomodar los recuerdos, sentenciará que “estas son memorias” (I, 156): las del muchacho que entró a la cárcel de El Obispo antes de cumplir los veinte de edad y salió del cuartel San Carlos iniciada la treintena, forzada la madurez por los duros acontecimientos que vivió desde la primigenia escuela partidista que le concedió una importante notoriedad. Independientemente de sus posturas ideológicas y políticas, aplaudimos el acto de responsabilidad de un memorial indispensable para las actuales y futuras faenas, pues, si fuese el caso,  la sola cita de los nombres de viejos protagonistas así lo justifica al contrastar con la vanidad de los muchos de ahora que tienen tan sobrada devoción por sí mismos, dentro y fuera del poder, creyéndose inventores de la política y del propio país.


@LuisBarraganJ



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