Las afinidades electivas
Escrito por Karl Krispin   
Sábado, 03 de Julio de 2010 23:28

altEn 2002 la copa de la FIFA la anexó Brasil por quinta vez  y un entusiasmado periodista venezolano entrevistó a Roberto Carlos. Llevado por el éxtasis nacionalista entusiasmó al canarinho con que la representación brasileña era la latinoamericana.

El defensa lo miró como a un lunático y le aclaró que la selección era de Brasil y punto. Ese día le derribaron los ídolos a la fanaticada local. Quienes venían arrastrando los colores del “ordem e progresso” desde México 70 y se les hacía la boca agua la sola mención de Pelé, Jairzinho o Ribelinho sintieron que las columnas del templo habían caído para siempre. Es lo que pasa cuando nuestras banderas las sustituyen otras. Si a nuestra Vinotinto la pusieran a chutar, no estaríamos buscando escudos ajenos.

Venezuela está embanderada porque no tenemos equipo y hay que hacer la diligencia fuera. En materia de gustos se produce un encuentro entre lo irracional, lo racional, lo político, lo fácil, lo cercano, lo familiar. También puede ser que nos sintamos cerca de una nación y no nos agrade su selección. El equipo austral es una muestra: buena parte de Venezuela se pasó a Argentina, como lo hicimos con la guerra de las Malvinas y no sabíamos que defendíamos una dictadura. Pero, hoy, dado el currículo de Maradona y su amistad con dictadores de todo pelaje ya no lo apreciamos del todo. Defender al tirano de Castro es suficiente para rescindirle cualquier apoyo. Sin mencionar al innombrable. Hay quienes siguen a un seleccionado por vínculos emocionales y porque convence la oncena o “nos conmueven las menudas sabidurías” como diría Borges que en fútbol se traduce: nos vamos con el más débil. De allí el júbilo que despiertan los africanos.

Cuando salen a la cancha nuestras divisas hermanas: Uruguay, Paraguay, Argentina, Honduras, México o Chile hay algo de comunidad cultural que nos hace apostar a sus tantos. Aquí incluimos a España por nuestro mapa genético. Los demás por la admiración al buen juego, por el hecho de la inmigración, por los cocteles culturales que somos (la frase es de Cortázar).  Por el aporte de las comunidades extranjeras: Portugal, Italia, Alemania, Serbia, Francia, todos los etcéteras europeos.

Todo lo anterior se aviene a una operación racional inútil porque trata de explicar  lo inexplicable: esto quiere decir que, en resumidas cuentas, vamos por quien nos da la gana y que además durante el campeonato, como ninguna otra nación en el mundo, hasta nos cambiamos de equipo porque nos podemos dar ese lujo, porque no tenemos Richard Páez ni Farías que nos ladre.  Uno de los derechos inalienables del venezolano es poderse cambiar de equipo en el transcurso de los acontecimientos. Digamos que usted seguía a los ingleses y como no le va a ir a los alemanes se pasó para Uruguay porque no le gustan los brasileños pero terminó yendo por España porque derrotó a Portugal, que para usted es lo mismo que el antipático de Roberto Carlos y coge su vuvuzuela y le lanza un trompetazo a Cristiano Ronaldo porque no hizo nada pero ahora espera que Paraguay derrote a España. Pero el día de la final tendrá la chance como dicen los comentaristas sureños, (a quienes Milena Gimón ha opacado) de volverse a ubicar. Y así vamos.

La afinidad con el Mundial es electiva y nos permite olvidarnos de las miserias que nos agreden. Que cuando no es el hampa es la electricidad o es el dengue o son los chipos o es el poder comunal.  Al margen del equipo al que le voy, preferiría que Emir Kusturica no le hiciera un segundo documental al Pelusa que ya comenzará a decir, al estilo de los megalómanos, los imprescindibles y los mandones, que es el mejor director técnico del planeta y de allí que sea una necesidad histórica reelegirlo para siempre.

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El Nacional/OyN



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