Razones éticas para un futuro mejor
Escrito por Adela Cortina (filósofa)   
Sábado, 21 de Noviembre de 2015 05:17

Razones éticas para un futuro mejor
Hace 40 años se produjo en España una transición ética, y no sólo política. El código moral único del nacional catolicismo quedaba derogado y distintas voces se preguntaban si no iba a existir una ética común a todos los españoles, si a partir de entonces en el mundo moral “todo estaría permitido”, por decirlo con Iván Karamazov. Algunos de nosotros creíamos que podía existir esa ética común, la ética cívica, propia de la ciudadanía de una sociedad pluralista. Según esa ética, la libertad es superior a la esclavitud y al servilismo, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad al desprecio, el respeto a la intolerancia, el diálogo al conflicto, y la protección a los derechos humanos era un deber. Compondrían estos valores los mínimos de justicia que una sociedad pluralista, como la nuestra, ya compartía en realidad, y el cambio político no haría sino darles un reconocimiento oficial.
Puesto que “reconocer” es comprometerse, esos valores debían transmitirse en la educación y encarnarse en todas las esferas de la vida social. Si eran los valores preferidos, si formaban lo que José Luis Aranguren llamaba la “moral pensada” de nuestra sociedad, el nuevo espacio ético y político era el terreno óptimo para convertirla en “moral vivida”. No solo porque era un ámbito de libertad, sino porque las generaciones protagonistas de la Transición habían vivido siempre en una línea de progreso e impregnaba el ambiente la convicción de que los hijos vivirían mejor que los padres. En este contexto esperanzado la ética cívica venía reforzada por el paso  de lo que Inglehart llamaba valores materialistas (seguridad económica y física) a los posmodernistas (ecologismo, tolerancia, igualdad, participación). Quién debía educar en todo ello parecía claro: la familia, la escuela y la sociedad en su conjunto que, al parecer, creía en esos valores.
Cuarenta años después, la percepción ha cambiado. La crisis en que vivimos desde 2007 ha puesto fin a la idea de progreso continuo, los hijos no viven ni vivirán mejor que sus padres. Ante la pregunta “¿qué nos ha pasado?”, los catastrofistas aseguran que ya no hay valores, como antes dijeron que todo iba a estar permitido. Pero también ahora se equivocan, porque sí que los hay, siempre los hay, las personas preferimos unas opciones a otras, y preferir es valorar. Lo que ocurre es que son tiempos difíciles por contradictorios.
Como ha mostrado la crisis, con demasiada frecuencia se ha optado por los peores valores. El cortoplacismo, el afán de beneficio, caiga quien caiga, la opción por el bien particular frente al común, la falta de sensibilidad hacia los menos aventajados, las formas de vida consumistas han guiado demasiadas decisiones, letales para el conjunto de la sociedad. El paro, el trabajo precario y con salarios ínfimos, la tragedia de inmigrantes y refugiados desatendidos, la pobreza y el olvido de los vulnerables se deben, entre otras causas, al abandono de aquel capital ético por el que habíamos optado.
Los casos de corrupción llevan a reclamar transparencia y “corrupción cero”, a exigir rendición de cuentas, responsabilidades concretas;  la sociedad civil participa activamente en la vida pública a través de asociaciones, redes, grupos, que difunden propuestas; se someten al escrutinio público el sistema de partidos, se funcionamiento y el sistema electoral; en el mundo económico se multiplican las exigencias  de una economía ética, se insiste en que las empresas asuman la responsabilidad social, respeten y promuevan los derechos humanos; las organizaciones solidarias llevan a cabo tareas asistenciales, pero sobre todo se emplean en empoderar a los menos aventajados; las familias siguen siendo la red protectora.
Por último, aunque no en último lugar, se dice de los jóvenes que regresan a los valores materialistas, a la seguridad y al bienestar, pero es lógico que se preocupen por ello en la actual situación, razones les sobran, y la obligación es tratar de cambiarla. Sin embargo, siguen apreciando el medio ambiente, la tolerancia, la actitud abierta, las relaciones sociales y, parte de ellos, la part6icipacion en la vida pública.
¿Qué cabe augurar para el presente y el futuro próximo? ¿Es posible en tiempos contradictorios dar razones éticas para la esperanza en un futuro mejor? Por supuesto que las hay, pero en la respuesta radican el riesgo y la grandeza de la libertad: depende de lo que cultivemos.
Adela Cortina
Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

altHace 40 años se produjo en España una transición ética, y no sólo política. El código moral único del nacional catolicismo quedaba derogado

y distintas voces se preguntaban si no iba a existir una ética común a todos los españoles, si a partir de entonces en el mundo moral “todo estaría permitido”, por decirlo con Iván Karamazov. Algunos de nosotros creíamos que podía existir esa ética común, la ética cívica, propia de la ciudadanía de una sociedad pluralista. Según esa ética, la libertad es superior a la esclavitud y al servilismo, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad al desprecio, el respeto a la intolerancia, el diálogo al conflicto, y la protección a los derechos humanos era un deber. Compondrían estos valores los mínimos de justicia que una sociedad pluralista, como la nuestra, ya compartía en realidad, y el cambio político no haría sino darles un reconocimiento oficial.

Puesto que “reconocer” es comprometerse, esos valores debían transmitirse en la educación y encarnarse en todas las esferas de la vida social. Si eran los valores preferidos, si formaban lo que José Luis Aranguren llamaba la “moral pensada” de nuestra sociedad, el nuevo espacio ético y político era el terreno óptimo para convertirla en “moral vivida”. No solo porque era un ámbito de libertad, sino porque las generaciones protagonistas de la Transición habían vivido siempre en una línea de progreso e impregnaba el ambiente la convicción de que los hijos vivirían mejor que los padres. En este contexto esperanzado la ética cívica venía reforzada por el paso  de lo que Inglehart llamaba valores materialistas (seguridad económica y física) a los posmodernistas (ecologismo, tolerancia, igualdad, participación). Quién debía educar en todo ello parecía claro: la familia, la escuela y la sociedad en su conjunto que, al parecer, creía en esos valores.

Cuarenta años después, la percepción ha cambiado. La crisis en que vivimos desde 2007 ha puesto fin a la idea de progreso continuo, los hijos no viven ni vivirán mejor que sus padres. Ante la pregunta “¿qué nos ha pasado?”, los catastrofistas aseguran que ya no hay valores, como antes dijeron que todo iba a estar permitido. Pero también ahora se equivocan, porque sí que los hay, siempre los hay, las personas preferimos unas opciones a otras, y preferir es valorar. Lo que ocurre es que son tiempos difíciles por contradictorios.

Como ha mostrado la crisis, con demasiada frecuencia se ha optado por los peores valores. El cortoplacismo, el afán de beneficio, caiga quien caiga, la opción por el bien particular frente al común, la falta de sensibilidad hacia los menos aventajados, las formas de vida consumistas han guiado demasiadas decisiones, letales para el conjunto de la sociedad. El paro, el trabajo precario y con salarios ínfimos, la tragedia de inmigrantes y refugiados desatendidos, la pobreza y el olvido de los vulnerables se deben, entre otras causas, al abandono de aquel capital ético por el que habíamos optado.

Los casos de corrupción llevan a reclamar transparencia y “corrupción cero”, a exigir rendición de cuentas, responsabilidades concretas;  la sociedad civil participa activamente en la vida pública a través de asociaciones, redes, grupos, que difunden propuestas; se someten al escrutinio público el sistema de partidos, se funcionamiento y el sistema electoral; en el mundo económico se multiplican las exigencias  de una economía ética, se insiste en que las empresas asuman la responsabilidad social, respeten y promuevan los derechos humanos; las organizaciones solidarias llevan a cabo tareas asistenciales, pero sobre todo se emplean en empoderar a los menos aventajados; las familias siguen siendo la red protectora.

Por último, aunque no en último lugar, se dice de los jóvenes que regresan a los valores materialistas, a la seguridad y al bienestar, pero es lógico que se preocupen por ello en la actual situación, razones les sobran, y la obligación es tratar de cambiarla. Sin embargo, siguen apreciando el medio ambiente, la tolerancia, la actitud abierta, las relaciones sociales y, parte de ellos, la part6icipacion en la vida pública.

¿Qué cabe augurar para el presente y el futuro próximo? ¿Es posible en tiempos contradictorios dar razones éticas para la esperanza en un futuro mejor? Por supuesto que las hay, pero en la respuesta radican el riesgo y la grandeza de la libertad: depende de lo que cultivemos.

|*|: Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia


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